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Fantasías volcánicas

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El Popocatepelt, literalmente “la montaña que humea” en náhuatl, se alza a 5.500 metros sobre el nivel del mar y está compuesto de capas sucesivas de lavas y cenizas, fruto de una actividad eruptiva que no ha cesado en su prolongada historia. Bajo su sombra, en el centro de México, a tan sólo 63 kilómetros de su base, el cónsul británico en Cuernavaca, Geoffrey Firmin, descendió a los mismos infiernos ahogado por los celos, la impotencia y litros de mezcal. Era un 2 de noviembre de 1938, el Día de Muertos. La acción de Bajo el volcán, la célebre novela de Malcom Lowry, transcurre en el corto periodo de veinticuatro horas, durante las cuales su protagonista contempla, incapaz de reaccionar, su propia caída, preso del destino y el alcohol. Torturado por un desarraigo obsesivo y sin remedio, cautivo del volcán, la metáfora de sus entrañas siempre amenazantes le perseguirá hasta su muerte. “El relámpago brilló como una  oruga geómetra que bajase por el cielo y, tambaleándose, el Cónsul vio por un momento sobre su  cabeza la silueta del Popocatépelt empenachado de nieve color esmeralda y bañado de luz. El Jefe volvió a disparar dos veces y las detonaciones  fueron espaciadas, deliberadas. El trueno estalló en las montañas y luego muy cerca (…). Al principio el Cónsul sintió un extraño alivio. Ahora se percataba de que habían disparado sobre él. Cayó sobre una rodilla y luego, gimiendo, boca abajo, cuan largo era, sobre la hierba. —Dios —observó, perplejo— ¡qué manera de morir!”

Fantasías volcánicas

No es casualidad que Malcom Lowry eligiera entre todos los posibles volcanes el Popocatepelt. Nacido en Cheshire (Reino Unido) en 1909, seducido muy tempranamente por los viajes y tras conocer el llamado Lejano Oriente, Estados Unidos y algún país europeo, se instaló en 1936 en Cuernavaca, en el Hotel Casino de la Selva, un conjunto arquitectónico espectacular y peliculero hoy desgraciadamente derruido. La presencia de ese gigantesco volcán mexicano, su imagen amedrentadora, le acompañaron durante toda su estancia. Y es que el Popo, con su perfil inequívocamente cónico, su volumen desafiante y su figura impávida, tiene todos los boletos para convertirse en la imagen misma de la vida y de la muerte, del paraíso y los infiernos. Al parecer no ha dejado de estar activo desde su formación, fechada hace unos 730.000 años; tan sólo pareció dormir durante la última mitad del pasado siglo, pero debió ser un sueño ligero, porque ya en 1991 dio señales de vida, las fumarolas se hicieron constantes y, a mediados de enero de 2014, “se pudo apreciar incandescencias sobre el cráter”, según apareció en la prensa de México. Lowry, tan aficionado al alcohol como su personaje literario y tan autodestructivo como él, cayó fascinado por la grandiosidad y la provocación constante del fuego escondido del Popocatepelt. El gran John Huston, atraído a su vez por la historia de Lowry, dirigió la película que lleva el título de la novela. Para encarnar a Firmin eligió a Albert Finney, un actor de excepción que se convierte en ese antihéroe tan querido de Huston, un hombre que camina perdido, alcohólico y atormentado por el borde de un precipicio en forma de cráter.

Infierno y paraíso. No hay volcán que de alguna manera no represente este inevitable yin /yang, una dualidad profundamente telúrica. Resultado brillante de volcanes y movimientos tectónicos, Hawai, Tahití, Samoa, las islas Cook, las Marquesas, Tonga, Bouganville, Java, Bali o Flores, situadas en el conocido como Anillo de Fuego del Pacífico, son muestras evidentes del rostro paradisíaco de estas montañas humeantes. Y entre ellas Hawai se ha configurado en el imaginario popular como la representación del cielo sobre la tierra. Pero tal paraíso puede convertirse en un infierno si cualquiera de sus volcanes entra en actividad. El cine se ha encargado de recordárnoslo y de alimentar así el mito. Lo podemos constatar en esa espectacular película titulada El diablo a las cuatro en la que Spencer Tracy, Frank Sinatra y Barba Luna viven una aventura desesperada ante la inminente erupción del volcán: reflexiones trascendentes, misiones evangélicas y niños desamparados se mezclan con la lucha por la vida de unos exconvictos y una pasión tórrida a tres, en un escenario orgiástico de fuegos furiosos, grietas mortales, incandescencias y lavas ardientes.

Seducción y pavor, atracción y rechazo, lo que no se puede poner en duda es el poderoso efecto impactante de estas islas volcánicas. El mismísimo Jack London cayó rendido a sus hechizos en sus viajes por el Pacífico (ver/leer El vagabundo y otros cuentos). La fuerza de sus paisajes primigenios se ha podido admirar en cualquier lugar del mundo al haber servido de escenario en películas como Parque Jurásico o Piratas del Caribe, por citar sólo las más conocidas. Al mismo tiempo su carácter de tópico turístico ha servido de tema para fantasías menos espectaculares, más cercanas y mucho más irónicas. Una de las más curiosas creaciones literarias en este campo podría ser Noticias del Paraíso (1991), del escritor británico David Lodge, una desternillante novela en la que el paraíso hawaiano muestra su lado más loco y disparatado. En sus páginas se da cuenta de las muchas vicisitudes y situaciones un tanto ridículas que sufre un grupo de turistas de clase media inglesa en la anhelada Honolulu. Una mirada inteligente y cáustica sobre la promesa de un edén por quince días. En la misma línea desmitificadora y crítica se sitúa Hotel Honolulu, del norteamericano Paul Theroux (casado por cierto con una mujer originaria de estas islas), una narración del género “de hoteles”, con multitud de personajes más o menos estrafalarios y siempre creíbles y una prosa mordaz y envolvente. Una imagen radicalmente distinta es la que muestra la película Los descendientes, situada en un Hawai (concretamente en las islas Oahu y Kauai) cotidiano y próximo, ajeno a las invasiones turísticas y a la imaginaría exótica. Un dato curioso igualmente ajeno a los volcanes: a partir del gran éxito de la película y de su Oscar al mejor guion adaptado, se han promovido en Kauai varios tours cinematográficos por los escenarios donde transcurre la vida de Matt Kings, un Georges Cloony en el papel de “hombre corriente” que mereció sobradamente un Globo de Oro. Y sin salirnos del archipiélago, es inevitable citar a la premiada serie televisiva Lost, Perdidos, rodada en la isla hawaiana de Oahu.

Fantasías volcánicas

Hawai es sin duda una mina para la literatura, el cine y el conocimiento de los volcanes. Pero existen más minas para la realidad y la fantasía. Al sur de la línea del Ecuador, y formando parte de Indonesia, Java cuenta con casi cuarenta volcanes que en su día fueron activos, entre los que se encuentran algunos de los más “asesinos” de nuestro planeta, como el Kelut, el Papandayán o el  Merapi, que sembraron la muerte y la destrucción en la isla. Su origen volcánico está refrendado literariamente en el manuscrito fundacional conocido por Tantum Pangelaran, donde se explica el nacimiento de una isla siempre en movimiento sobre las aguas. Curiosamente, a pesar de estar bajo la amenaza constante de sus volcanes, es la isla más poblada del mundo, una circunstancia que confirma la atracción irresistible que algunos peligros ejercen sobre los humanos. No es el único caso, por cierto, de esa llamada profunda de los volcanes. Las poblaciones afectadas por su fuego destructor parecen estar condenadas a vivir bajo su dominio, y tras una erupción vuelven a establecerse en los mismos lugares donde se dio la tragedia. No siempre, pero sí en muchas ocasiones. Este hechizo poderoso no es ninguna fantasía volcánica, es realidad pura y dura, y lo vemos repetido una y otra vez, en Java, en Luzón, en Martinica, en el Etna o en Vesubio.

Volviendo a las creaciones más populares de la fantasía y a los literarios mares de Indonesia, es inevitable citar la película Al este de Java, situada en Krakatoa, una isla volcánica en el estrecho de Sonda, entre Sumatra y Java. La historia real es sabida, pero la refresco en cuatro palabras: las primeras erupciones dieron comienzo en mayo de 1883, y en agosto el volcán hizo explosión saltando finalmente por los aires con una fuerza que todas las fuentes insisten en cifrar en 200 megatones; es decir, 10.000 veces más potente que la bomba  atómica sobre Hiroshima. El estruendo, según escribió un testigo, “se escuchó en el centro de Australia”; los tsunamis alcanzaron hasta la costa de Sudáfrica, y los muertos se calcularon en unos 40.000. En 1927 nuevas erupciones procedentes de los fondos marinos llegaron a formar una nueva isla, Anak Krakatoa, en el mismo lugar donde estaba la anterior. Un cono de 300 metros de altura que sigue creciendo cada año. En fin, las repercusiones de esta tremenda catástrofe ocupan páginas enteras en la bibliografía volcánica. Pero es el deber de este texto centrarse en las secuelas fantásticas relacionadas con tal cataclismo. En la citada  película (de título confuso, ya que el volcán está situado no al este sino ligeramente al oeste de Java), un Maximilian Shell indomable, capitán del Batavia Quen, se aproxima a la isla en busca de un botín de perlas escondido en un navío hundido. Requerido por las autoridades locales para trasladar a un grupo de presos, el barco y la travesía se convierten en un desatino descomunal, en el que las peripecias de un buzo hasta las cejas de laúdano, una rebelión de presos, la idas y venidas de una troupe de pescadoras de perlas en bikini y un pintoresco personaje a bordo de un globo aerostático rivalizan en excentricidad y despropósito. Sin embargo, la lucha a muerte con el volcán resulta no sólo creíble sino emocionante. Sin los recursos digitales de hoy (la película se rodó en 1969), las escenas de la explosión, con el fuego internándose en las aguas, la atmósfera envuelta en cenizas amenazantes, la indefensión del barco bajo los brutales oleajes del tsunami, resultan fascinantes. Las imágenes del volcán en plena erupción puede con todos los disparates argumentales, y Bernard L. Kowalski alcanza su momento de gloria. Una anécdota curiosa: el barco protagonista, el Batavia Queen, era un barco español procedente de la Compañía Valenciana de Navegación, el Sagunto. Tras noventa años de navegación, en 1967 se sometió a una serie de reformas para proporcionarle el aspecto de un bergantín-goleta de 1880, listo para el rodaje de la película. Mientras los espectadores contemplaban la película, el barco, cumplida ya su misión peliculera, fue desguazado en Alicante.

Del Pacífico al Atlántico y del mar de Java al mar Caribe. Se trata ahora de El día del fin del mundo (1980), una  fulgurante película del género de catástrofes dirigida por James Goldstone, en la que participaron actores de primera como Paul Newman, Jacqueline Bisset y William Holden. Aunque situada en el archipiélago de Hawai (más fácil de identificar por los espectadores norteamericanos, y de todo el mundo), está inspirada en la feroz erupción del Monte Pelée, en la isla de Martinica. Tras el argumento característico de este género de películas y las previsibles pasiones en torno al típico triángulo, existe una base cierta: las circunstancias que rodearon la erupción del Monte Pelée en 1902. En la historia real, durante una ascensión totalmente fortuita a la montaña, unos turistas (convertidos en científicos en la película) detectan movimientos en el cráter y tratan de advertir a los vecinos de las poblaciones cercanas. Sin embargo, se extiende entre sus habitantes una fuerte resistencia a dejar sus casas y propiedades, poseídos por la falsa idea de que la seguridad está garantizada. El resultado fue brutal: la ciudad de St. Pierre, capital de la isla, fue arrasada, los animales y la tierra quemada en grandes proporciones y las víctimas mortales sobrepasaron las 30.000. En el caso de la película, pudieron sobrevivir aquellos que, conscientes de la magnitud del desastre que se avecinaba, lograron huir, aun en penosas condiciones.

El éxito de las primeras películas de catástrofes ha ido empujando a distintos productores de Hollywood a utilizar, con parecidas y predecibles tramas, la espectacularidad, las amenazas y los efectos destructivos de los volcanes. Ente las más conocidas, Un pueblo llamado Dante´s Peak (1997), con Pierce Brosnan como vulcanólogo atormentado (su mujer en la ficción había sido víctima mortal del volcán filipino Pinatubo), mezcla con habilidad todos los elementos propios de este género: avisos previos caídos en saco roto, hijos perdidos, pasiones ardientes y brillantes efectos pirotécnicos. Del mismo año es otra película destacable de este grupo, Volcano, con un siempre magnífico Tommy Lee Jones como responsable del servicio de emergencias. Las dos sitúan su acción en Estados Unidos. La primera en una población ficticia, Dante´s Peak, localizada en el estado de Washington, teniendo como referencia real la erupción del volcán Santa Helena en 1980. La segunda elige como escenario la ciudad de Los Ángeles, donde una serie de temblores de tierra y un calor repentino e insólito estarían anunciando el nacimiento de un volcán.

Este viaje por las fantasías volcánicas se acerca ahora a Europa. Con obligada parada en Islandia, tierra de volcanes históricos, literarios y muy actuales. Según señalan los expertos, ciento treinta volcanes cruzan la isla como un costillar del suroeste al noreste, allí donde se juntan las placas euroasiática y norteamericana. De ellos, dieciocho siguen en actividad: la erupción del Eyjafllajökull, de tan conocidas y oscuras consecuencias en 2010, no hace más que confirmarlo. Pero, sin duda, el más famoso de todos ellos es el Snaefell, gracias a la pluma y a la imaginación certeras de Julio Verne. El Viaje al centro de la tierra, publicado en 1864, es mucho más que una novela juvenil, que lo es. Fue, y lo sigue siendo, una lectura apasionante para todos los curiosos de los espacios aún desconocidos y para los amantes de las aventuras. El planteamiento inicial es sencillo y muy directo, como suelen ser todos los del autor: un profesor y científico alemán encuentra un manuscrito en caracteres rúnicos que señala con precisión la entrada a los abismos de la tierra. Dicho científico, acompañado por su sobrino, y ayudados ambos por un guía local, sigue las instrucciones del documento, y los tres se introducen en las tripas terrestres por el cráter del volcán islandés Snefell. Es a partir de ese momento cuando la fantasía de Verne se desboca, apoyada en hipótesis más o menos plausibles. Mares subterráneos, arroyos de agua dulce, nubes de vapores, lagos tenebrosos, colinas escarpadas, restos óseos de animales de dimensiones desorbitadas, cavernas rocosas, selvas, cráneos humanos, lluvias salvajes, estrechas galerías, relámpagos, luces repentinas y tormentas, la travesía  está llena de penalidades y momentos de terror. De peripecia en peripecia y de asombro en asombro, los tres protagonistas van recorriendo los espacios más sorprendentes hasta que una impetuosa corriente de agua hirviendo los expulsa violentamente a la superficie de la tierra a unos 4.000 kilómetros de su inicio, en línea recta, a través del cráter de Estrómboli. No conoció Verne con sus propios ojos el Snaefell, pero su descripción se ajusta punto por punto a la realidad, salvo en algunos detalles (como el glaciar que cierra su cráter impidiendo cualquier entrada) que muy bien podemos conceder a la fantasía. En cualquier caso, la altura del volcán, sus dos picos, los paisajes y aldeas de su entorno, están descritos tal como eran a mediados del siglo XIX. Y, puedo confirmarlo, hoy el volcán ejerce un magnetismo inigualable, su perfil se muestra contundente bajo el cielo y pegado al mar, sus laderas de lavas retorcidas y oscuras estremecen y, su capuchón blanco de hielo se esconde muy a menudo tras unas nubes que permiten imaginar una oportuna entrada. Como asegura el científico alemán de Verne y señalan los expertos, el Snaefell sigue dormido, aunque ya se sabe que estos sueños muchas veces no son eternos.

Fantasías volcánicas

De los mares tenebrosos del norte al Mar Tirreno. De Islandia a las islas Eolias, como manda Julio Verne. Aquí, en Estrómboli, sería pecado grave no hablar de la película protagonizada por una maravillosa y torturada Ingrid Bergman. Pero primero, la antigüedad obliga, está el volcán, un volcán que vigila y da nombre a la isla, parte del archipiélago eólico situado al noreste de Sicilia. Tiene casi 1.000 metros de altura, se encuentra en actividad muy vigilada (la última erupción importante se dio en 1930) y cuenta con tres cráteres activos y un río de fuego (la Sciara del Fuoco) formado por las muchas erupciones habidas, por donde descienden hasta el mar las lavas ardientes, un espectáculo de belleza algo estremecedora que se puede contemplar en barco, desde las aguas. Porque el volcán se ha convertido en la atracción turística de Estrómboli. Se organizan ascensiones a las bocas eruptivas en un trayecto algo penoso (la escoria volcánica no es precisamente un camino de rosas) para contemplar las fumarolas y los estallidos incandescentes. Menos esforzadas son las excursiones marítimas con barcos que se aproximan  a la Sciara del Fuoco. Este panorama de turistas disfrutando de los fuegos del volcán y sudando la gota gorda para acercarse a sus cráteres nada tiene que ver con las penalidades mostradas por Rossellini en su Stromboli (1950), una joya del neorrealismo italiano. La acción se sitúa al final de la segunda guerra mundial, en un campo de desplazados. Allí, una joven lituana (la espléndida Ingrid Bergman) intenta conseguir su libertad, y para obtenerla se casa con un pescador de Estrómboli al que acaba de conocer tras  las rejas. El tormento y la desolación de la protagonista comienzan con la llegada de la pareja a la isla. El paisaje atroz, pelado y hostil, la cultura cerrada de sus gentes, su rechazo a todo lo que viene del exterior, le producen mayor sufrimiento del vivido en el campo donde estaba confinada. Aislada en medio de una población implacable y cruel, se siente recluida entre unas callejuelas de piedra, impenetrables, retorcidas, que se van cerrando ante ella como en un laberinto infernal. No es cosa de entrar en los detalles (aunque sería recomendable volverla a ver), sólo añadir que, marcada por extranjera y diferente, empujada a la sola compañía de los seres más marginales de la aldea, la situación se hace límite justo ante una próxima erupción del volcán. Todos huyen en sus barcas de pescadores, todos menos una Bergman embarazada, quien tras la primera explosión intenta subir al Estromboli para alcanzar un puerto situado en la otra vertiente, y desde allí, a bordo de un barco, escapar de su nueva cárcel. Lucha por la vida a toneladas y para todos: los pescadores intentando salir adelante en una situación miserable, las mujeres protegiendo a sus familias, y lucha sobre todo la de Ingrid Bergman, atrapada en un mundo despiadado que la expulsa y la condena.

Al hilo de esta película, una curiosidad fílmica eminentemente volcánica: Ana Magnani, furiosa por el rodaje de “su” Rossellini con la Bergman, atacada por unos celos incendiarios, hizo traer al director americano William Dieterle ese mismo año de 1950 para que le dirigiera como protagonista en una película paralela en todo a Stromboli. Así surgió Volcano, un film de trama casi exacta localizado en otra de las islas Eolias, a tan sólo 12 kilómetros de donde estaba rodando Rosellini. En la película, una Magnani intensa y salvaje exhibe bajo la furia del volcán su rabia y su inmenso poderío.

Tan sólo unos kilómetros más al sur se alza, a 3.322 metros, el Etna, una presencia permanente y activa en la historia de Sicilia y sus habitantes. Forma parte de la mitología desde la dominación griega, y mantiene una erupción constante, una circunstancia que no parece asustar a las poblaciones vecinas. Al contrario, los cultivos de viñas y de huertas cubren sus laderas extremadamente fértiles y en sus alrededores viven miles de personas. Sus beneficios y su poder ejercen de imán para los sicilianos. Es, a pesar de sus fumarolas permanentes y sus explosiones continuadas, un volcán con el que los hombres conviven sintiéndose a salvo. En La terra trema, otra cima del neorrealismo italiano dirigida por Visconti (en sentido estricto un film documental), se narra la vida durísima y arriesgada de los pescadores de un pequeño pueblo nada ficticio, Acci Trezza, situado al norte de Catania, en medio de un paisaje rocoso y un mar erizado de farallones y pináculos. Un escenario dramático para relatar la progresiva concienciación y rebeldía del joven pescador Ntoni. Los actores no son profesionales, sino los mismos vecinos de Acci Trezza. Y el Etna es tan sólo la inevitable compañía que hace temblar la tierra, las rocas, las aguas y hasta la infortunada existencia de sus habitantes.

El Vesubio es otra historia. Aposentado frente al golfo de Nápoles y a escasos kilómetros de esta ciudad, ha demostrado su capacidad destructora y letal en distintos momentos de su historia hasta hoy mismo, situándose entre los más peligrosos del mundo, dado el altísimo número de personas que pueblan sus alrededores. En cuanto a las fantasías, que es lo que aquí nos ocupa, la escritora americana Susan Sontag se atrevió a hincarle el diente en una novela situada en el Nápoles prerrevolucionario de finales del siglo XVIII. La trama se desarrolla en torno a la vida y las obsesiones de su protagonista, el Cavaliere, embajador británico en la corte borbónica, El amante del volcán, como anuncia el título del libro, un hombre devoto del Vesubio, cuyo mayor disfrute consiste en ascender a su cumbre para contemplar, extasiado, el cráter. Las distintas erupciones (todas ellas históricas) van marcando los avatares del embajador y de los otros dos personajes del triángulo, su bella esposa y el héroe, trasunto de personajes reales de gran fama en la época. Las relaciones entre los tres transcurren ante el telón de fondo de la revolución francesa y sus consecuencias en la corte de Nápoles, y la narración se hace no tan sólo pasional (característica de una clásica estructura argumental triangular) sino abiertamente crítica hacia el mundo egoísta y autocomplaciente de la élite aristocrática. Para acabar de forma melodramática, tal y como auguran los cánones por los que se rige la obra. Curiosamente (aunque no casualmente: es Susan Sontag la que elige la época) todo ocurre en el mismo escenario y los mismos años en que Goethe viaja por Italia recalando también en Nápoles. El escritor alemán describe con una prosa precisa y cautivadora la ciudad, el volcán, las ciudades romanas arrasadas, admirando la simpatía de la gente y la singular belleza de paisajes, iglesias, museos y palacios. También se introduce en los rifirrafes de la corte y se relaciona con las grandes familias napolitanas. Todo lo hace sin ningún ánimo novelesco. Pero sí transmitiendo su asombro maravillado ante un mundo sorprendente, alegre y vitalista a través de una prosa precisa y cautivadora. Su curiosidad y atracción por el Vesubio le llevan a ascender a su cumbre hasta cuatro veces, y en una de ella tuvo lugar una erupción que describe con minuciosidad y emoción. Le costó a Goethe separarse de Nápoles, las ruinas sepultadas por la lavas, la hermosura del golfo y las islas, las laderas volcánicas. Y aunque los primeros viajeros del Gran Tour se sitúan años antes, se puede decir que fue él quien con su libro Viaje a Italia logró entronizar a este país, y muy especialmente a Nápoles, en ese ya mítico recorrido. No hubo escritor romántico que no se detuviera en la ciudad del volcán y se abstuviera de contarlo, pero entre todos ellos hay que mencionar a Edward Bulwer Lytton, autor de Los últimos días de Pompeya (1834). Se trata una novela situada justo antes de la destrucción de la ciudad que provocó la erupción del Vesubio en el año 79. Dio lugar a dos largometrajes (en el de 1959 Fernando Rey es uno de los protagonistas) y a una miniserie para televisión de gran interés por su brillante reconstrucción histórica.

Fntasías volcánicas

No se puede acabar un artículo sobre fantasías volcánicas sin un homenaje al escritor norteamericano H. P. Lovecraft. Nadie tan fantástico, tan terrorífico como él. Ni tan infernal. Su producción literaria está poblada de seres turbadores y de maldiciones impías y repulsivas. Los territorios en que se desarrollan sus argumentos maléficos y sombríos suelen ser viscosos y resbaladizos, muy frecuentemente acompañados de “fuertes crujidos y truenos bajo tierra”. Un volcán suboceánico aparece en Dagon, un cuento corto, cuando el protagonista, perdido en el océano a bordo de una barca, ve surgir de las aguas una isla, “una inmensidad de negro limo”, que “agobiaba con un terror nauseabundo”. Y en la fascinante Las montañas de la locura, una novelita breve y fascinante, el monte Terror, de 3.317 metros de altura,  y su vecino el monte Erebus, ambos volcanes muy reales, son las referencias geográficas de este relato imaginario situado en la Antártida.

Sin duda, nadie como Lovecraft ha logrado describir de forma tan inquietante y estremecedora los infiernos volcánicos. A todos los demás nos pertenece, sin embargo, seguir soñando con su opuesto: el añorado paraíso.


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